miércoles, 11 de agosto de 2010

Cadáver I (por la Amada Inmortal y Pola París)


Plantaba naranjos bruscos que se envalentonaban con el viento de mayo.
Lunes. Miraba por los cristales del inmenso ventanal. Amanecía pero el sol aún no se presenciaba. El frío que empujaba lento la cavilosa imagen nívea de sus manos atierradas con semillas, reminiscencias de la raíz.
Raíz que se enlazaba en sus pies o tal vez eran éstos mismos los que se aferraban a la tierra, húmeda pero firme.
Era una especie de crítica que se ensañaba testaruda con las cosechas; y el tiempo condensado entre los días y la posibilidad de existir lo perturbaba, lo exigía, lo vacilaba ¿Existir? En su mente, el refugio de una duda: dicotomía.
Cautiva, paso a paso la piel puntillosa se resquebrajaba y las hojas ya no bailaban sensuales sobre el césped de alfileres que como pétalos rozaban su cuerpo. Porqué él, tan ausente de sentido, no podía distinguir el dolor que hacía a las piedras cobrar vida acartonada.
Sensible a los días, a las manos surcadas, crispadas, la tierra besaba el barro y nacía el naranjo tieso, plácido de aroma otoñal.

miércoles, 14 de julio de 2010

Insomnio (sobre trenes y temas recurrentes en estos días)

Bebe lento del mate que zigzaguea a las vías gracias a piedras nimias tan insulsas bajo el tren de la tarde avispada por las seis marcando tímidas en su muñeca trémula. Comienza a sentir el ardor de la yerba en la lengua y se detiene a contemplar aquellos detalles del que el tacto hace tanto alarde porque tiene poderes curativos o simplemente porque hace a algo existir. No hay porqué discutir.
A su lado, la ventana es una parsimonia borrosa que no se deja admirar, en realidad, las sierras por las que se mueve el tren no son más que vistos barrocos. Qué curioso que la oscuridad de sus párpados le hagan creer que la espesura no descansa ni en el día más abierto con el sol más diáfano y la sonrisa más frutal en los labios de cualquier mujer frágil que dejara huellas a su paso en los escalones de una plaza.
Quizás es eso mismo. No descansa desde que tiene recuerdo de una mente ausente a la vida y afable con los dedos casi inertes, pero casualmente cálidos, de una sombra que muchos podrían denominarla como mortífera.
Cuenta ya un año. Pegar los párpados, hundir los ojos, avistarlos a los sueños, es la utopía más fragosa a la que puede aspirar. Piensa que quizás el tren, el bamboleo, la soledad; pero ni eso. Opta por el humo, el ruido y obtener el imperioso deseo de jamás volver; al menos probará y Buenos Aires será la cura. Qué más queda por perder, o abandonar, o recobrar.
Al menos sueña con los ojos abiertos, como lo hacen los héroes.
Desde el año que marcaba el tiempo agudo, un cristal lo recubre todo, lo mancha de esa baba que hace fruncir el ceño al mirar a los otros, hinca los hombros y hace latir las manos fuertemente. Quizás porque ni él mismo aguanta el deseo de estrecharlos libremente. A las flechas les tiene envidia, a las manos tomadas y a los asientos ocupados. Nada porqué hendir, nada que abrasar y menos que rellenar. Es la vida del insomnio y no es nada preocupante, cuando algo se hace rutina, la costumbre de los hilos empieza a romperse y se deshilachan las ilusiones, los planes y dormir es inalcanzable.
Sabe que recordar es poco efectivo. Renunciar y aceptarlo como el duelo, es una salida fugitiva, cobarde y hasta ansiosa, digna de los perdedores, los conformistas, los planes B, los segundos puestos, las flores que no se aguantan un invierno. Pero Buenos Aires, es hasta arriesgado. El escape funciona diferente a las fugas, aunque visto en perspectivas lejanas podían llegar a ser lo mismo; pero no.
Ahora el mate quema más que nunca. Hay como una simbiosis que se esparce entre el entendimiento y su cebador. Las barreras cuestan menos de lo que se piensa y a lo largo de tiempo, buscar una salida es lo mejor.
Los ojos entrecerrados aún laten densos bajo el deseo de explotar aquellos sueños que tanto lo han viciado de chico. Básicos, casi humildes, rayaban en la espera de verse a sí mismo gritando un gol que él mismo hizo; con un niño entre los brazos y Lina a su lado. Lina sin enfermar, Lina sin estropear, Lina libre. Son de esas esperanzas a las que pocos pueden aferrarse porque el día es demasiado corto y las manos se sueltan maravillosamente rápido.
Y es que nadie puede morir de insomnio. Sin embargo, el año se convertirá en pares y el mate ya no tendrá ese sabor lejano de la cáscara de limón escondida entre los palillos y la espesura de las sierras. El recuerdo está atrás, el porvenir, en Buenos Aires y el olvido, en el asfalto reluciente de la llovizna de lunes a la medianoche porteña. Enfundado en lana, en miedo, hasta autista; pero libre al fin.
Cómo unos pobres pueden superar el dolor a través de los rieles de un tren rutinario que sólo da vueltas. Y se vuelven puros de corazón, asustados por el sutil roce que al cambiar de página enseña un mínimo corte que desangra. Porque el pasado nunca los suelta.
Quizás es la noche a punto de romper con la superficie que hace lavar al mate y lo muestra poético y sin sentido pero lo convence aún más de que los pequeños detalles siguen siendo las grandes obras de arte. Del otro lado (la ventana ya no es más que su reflejo), mira a su lado la vejez del cuero frío en el asiento vacío y se alegra por unos segundos, porque es lo que quiere buscar y lo que Buenos Aires le promete.
De pronto cae en la cuenta, los limones maduran de sus árboles también y levitan un poco más que aquella astucia súbitamente asomada al entendimiento. La soledad del tren, el silencio del asiento en pugna por hacer valer su independencia, la ventana espejo; la noche que en algún momento será mañana, amanecer cándido y virginal de una vida por derrochar. La eternidad siempre estará resuelta si los pasos de los días anteriores saben ignorarse y Buenos Aires para qué.
Hay tan poco porqué olvidar y el movimiento del tren funcionará para dormitar hasta el final; porque la lluvia también golpeará y llorará para entrar en las cornisas del vidrio lamentado.
El pasado se alejaría, siempre y cuando el tren hiciera lucir esos rieles al andar y todo quedara más atrás que el peso del año en vela sobre la espalda.
Es que nadie puede morir de insomnio y comienza a dudar si de tristeza al paso que el mate se desliga de sus dedos como garras y cae gentilmente sobre el suelo. La yerba esparcida, el termo a punto de acabar, la ventana hecha noche, el cálido beso de buenas noches hecho verdad se adentra en la magnitud del sueño infinito y el tren a Buenos Aires.

jueves, 10 de junio de 2010

II parte (Ovillo de plata)



No podía pararse, lógicamente, o dolería mucho o no sentiría nada. Una de dos, ninguna tentadora. No podía pedir ayuda, las visiones borrosas se parecían cada vez más al contrato que la luna tuvo con el hombre invisible. Hasta que se dio cuenta, que no podía gritarle siquiera al aire que cada vez más se enrarecía con el olor a árboles rociados con agua de turquesas cascadas y que, con más precisión, se las arreglaba para sortear el imponente vidrio guardián.
No podía gritar. Tanteó desesperado, con unas manos que no se atrevían, su boca que también era pasado y que también se había disuelto con el ovillo de plata. Quizás en el mismo momento, y vaya a saber desde cuándo, era sólo un rostro angular de nariz serrucho y ojos ventana.
Qué más quedaba por perder en un tren que se dirigía a un lugar que el nombre no recordaba si todo lo que importaba era los instantes vividos minutos antes de subir a ese tubo de perdiciones. Esos momentos de dolor tibio que le subieron de la punta del estómago hasta las sienes y los ojos y los dedos y los labios que se mojaron de un libidinoso color rojo. Una suerte de laguna del mismo color, había comenzado a nacer de donde aquella sagaz hoja de plata (qué casualidad) había inmiscuido sus manitos frías y mortíferas. Y cuando nada más parecía cobrar vida alguna, arribó ese tren cuando la noche súbitamente había caído y lo tomó.
Poco importaban en esos momentos un par de pies escurridizos y una boca que jamás volvería a besar con la vida que tanto le hacía falta en ese tren al cielo.

domingo, 2 de mayo de 2010

I parte

Suave luna viajera de rostro empedrado y vacío, entre los vericuetos argentinos esplande deliciosamente el llano y lo besa hasta que desaparece. Ella fue la primera en hacerlo. Afuera, el manto de la oscuridad se viciaba de manos negras que tanteaban los kilómetros que comenzaban a pasar sueltos por al lado de la ventana del tren.
La luna, que rebozaba regordeta frente al vidrio, comenzaba a perderse a la vez que su circunferencia se achicaba en espirales finos que deshilachaban el ovillo lunar. Plop, así desapareció. No quedaba mucho afuera porqué admirar. Las insípidas y refinadas copas alámicas, se perdían en la fusión bizarra que el horizonte comparte con el cielo, pero alguno quiere adueñar.
Afuera, la luna era historia. Membranza del recuerdo metálico que embellecía al tiempo condensado entre la butaca, el vidrio y los orificios nasales que se agrandaban violentos en busca de aire.
Afuera: niente, rien de rien, nothing. Claro oscuro, futuro negro abundante de austeridad estelar.
Adentro: la peste externa comenzaba a colarse y a borrar las siluetas para convertirlas en vistos manieristas que se dividían con el aire. Espesura demoníaca que atentaba con la extinción eterna de todo ser.
Todo volaba y rozaba de la imaginación a la realidad y pronto ninguna se reconocía a sí misma y ambas identidades jugaban a Dígalo con mímica y olvidaban su nicho inicial. Así de confuso, el aire del tren se estaba tornando.

sábado, 24 de abril de 2010

tic tac


Ése fue el comienzo. Todas las fatalidades surgieron de ese instante, en aquellos días violentos de la debilidad profunda de las cosas que desde las doce veía. Tuve que hacer que dejaran de dar vueltas por mi cabeza, que pasaron pretenciosamente demostrándoles quién los hacía envejecer. Y de todos los que estaban en esa casa, yo era el más viejo, el mandamás, se podría decir.
Trate de cumplirlo, para jamás dejar vencer a aquellas piedritas que merodeaban en mis segundos. Yo estaba colgado de una pared, a lo alto, el cuello se les erguía cansado para admirarme y se asustaban. Comenzaban a correr, a agarrar sus cosas presurosos y de repente todos se iban, me dejaban y se escuchaba mi respiración cortante que avanzaba a la vez que el día dejaba transcurrir sus horas a través de mí.
Yo estaba cercado por un marco circular, algo que nunca me gustó; en fin, era lo que me había tocado, yo solo estaba para advertirlos del paso de las horas, de cómo sus pieles se arrugan de a poco mientras me desperdician viendo televisión, riendo, pensando (para mí, un derroche provechoso pero el más automutilante de todos al fin).
Quizás fueron las ansias de dejarles una lección porque dejaron de tener piernas y cuellos contracturados con ojos entrecerrados, sorprendidos y somnolientos. Pasaron a ser ogros presos de mis pasos, mis decisiones y sus vidas giratorias dentro de la espiral interminable que eran mis días.
Comencé con los segundos, aquellos que revisten mis pasos de amenazantes vapores mortíferos que manan de las grietas abiertas de la tierra del érase una vez que, amén de todas mis vueltas, sigue siendo un mundo de absurdos relojes que marcamos un tic-tac aburrido y sin fin en las casas y muñecas de agigantados ogros. Ogros con ojos que, de feroces, planean volverse bondadosos intentando buscar piedad, otra salida o la caída a una nueva rutina o a otro ciclo repetitivo. Porque cuando sos una aguja que no dobla las esquinas, la cuadra curvilínea es un camino que no te gustará terminar.
Quería que aprovecharan lo valioso de mi existencia callada, inherente al paso de las eras y los momentos que marcan un antes y un después. Fue una mala pasada, lo sé, bromas de mal gusto, pero el tiempo no es un juguete para tirar al patio del vecino y recuperarlo cuando abre la verja después de mucho. Yo convivo con él y es así de implacable que dejé que contemplaran cómo sus vidas comenzaban a apagarse como las cenizas del fuego avivado en una noche de frío insípido.
Comencé a latir con más fuerza para que mis manos se movieran más rápido y los minutos se hicieran segundos y la caminata se hiciera más corta. Lo notaron. Mi respiración era agitada porque debía advertirles: conmigo, no se juega.
Así, sus vidas se hicieron borrones y cuentas nuevas que bailaban para un espectáculo de clase burguesa conducido por una titiritera amiga mía, a veces una frustrada, que cae en la incertidumbre de si es real y tangible o un fragmento de las desoladas inconciencias interrumpidas de los ogros que dejan de buscar la voz de los niños que fueron y que los años y yo, nos encargamos de desperdiciar, como los relojes que imaginó Dalí, goteando la miseria de sus días muertos.
Y nuevamente, conmigo no hay que meterse. Es que mis pasos y mi camino son nuevas cavilaciones. Calvas con una suerte de macetero rociado con espejitos de mosaicos bizantinos que adoran el patio desierto de mi mente, aquella que es un infinito sendero que, entre minuteros, desfiguran a la realidad, mi amiga, o la disfrazan de sueños esparcidos en el suelo, parecidos a un jarrón que pasó a mejor vida.
Y los ogros me miran esperando indulgencia, ya no mandan, ya no me utilizan a su merced. Ahora, sus opciones se nublan y sus caminos sinuosos y serpenteantes acaban en la nada chocando repentinamente con una negra pared de ladrillos que bucean parejitos hasta mí, donde sus días violentos arrojan a sus vidas con una fuerza que no es de imaginar.
Y así yo y el agua que gotea de mis minutos y mis esquinas redondas, hace fracasar los sueños ogros perdidos bajo la excusa de mi tic-tac.