domingo, 2 de mayo de 2010

I parte

Suave luna viajera de rostro empedrado y vacío, entre los vericuetos argentinos esplande deliciosamente el llano y lo besa hasta que desaparece. Ella fue la primera en hacerlo. Afuera, el manto de la oscuridad se viciaba de manos negras que tanteaban los kilómetros que comenzaban a pasar sueltos por al lado de la ventana del tren.
La luna, que rebozaba regordeta frente al vidrio, comenzaba a perderse a la vez que su circunferencia se achicaba en espirales finos que deshilachaban el ovillo lunar. Plop, así desapareció. No quedaba mucho afuera porqué admirar. Las insípidas y refinadas copas alámicas, se perdían en la fusión bizarra que el horizonte comparte con el cielo, pero alguno quiere adueñar.
Afuera, la luna era historia. Membranza del recuerdo metálico que embellecía al tiempo condensado entre la butaca, el vidrio y los orificios nasales que se agrandaban violentos en busca de aire.
Afuera: niente, rien de rien, nothing. Claro oscuro, futuro negro abundante de austeridad estelar.
Adentro: la peste externa comenzaba a colarse y a borrar las siluetas para convertirlas en vistos manieristas que se dividían con el aire. Espesura demoníaca que atentaba con la extinción eterna de todo ser.
Todo volaba y rozaba de la imaginación a la realidad y pronto ninguna se reconocía a sí misma y ambas identidades jugaban a Dígalo con mímica y olvidaban su nicho inicial. Así de confuso, el aire del tren se estaba tornando.

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