miércoles, 18 de mayo de 2011

Son dos

En Historias de pequeñas desesperaciones.


Ahí está nuevamente con la misma camisa arremangada. Me está comprando un café. Siempre esas manos tan grandes, parece que pueden tapar el sol. Dedos de pianista, saben moverse.
- Acabo de pedirte un café, ¿cómo estás?
Amargada, aburrida. Una pasa toda la vida ocupándose cuando debería empeñarla en conjeturar formas para no aburrirse, porque después viene lo peor. Los filósofos no están para nada, pero decime si ellos no podrían pensar en eso.
- Ya sé. Sin embargo, para eso sirven las ocupaciones. Hemos hablado de esto cien veces al menos. Acá viene el café. Gracias.
No hay mañana que no se aparezca por acá. Se levanta con la sensación de nostalgia y letargo en que la que lo meten los sueños y se deja dominar por los mismos viejos impulsos. Tan fácilmente predecible.
- Dejá, me lo tomo yo. Se enfría sino.
Y yo busco pretextos para hacerme ausente pero él sabe las formas de volver hacia mí. Me fui por motivos irreconciliables, por decisiones que se jugaron por meses mi cordura, su paciencia y nuestras almas empobrecidas en un vacío romántico y nauseabundo. Esa intolerancia es demasiada para repetirla.
- No creas que no me arrepiento de todo lo que pasó, pero si hubieses aguantado un poco más, ¿quién sabe?
Yo sé. No podíamos seguir prometiendo cosas que ninguno quería cumplir. La vida tiene un límite y ese es el exceso; yo no tenía límites y vos no sabías tener los tuyos. Éramos un par acuoso, insoportable. Si seguíamos nos hubiésemos diluido con el viento en una tempestad de peleas circulares, como las que solíamos tener. No sabíamos cómo terminar, si con un beso o con una palabra. Vos usabas: “tregua”, yo no decía nada.
Está pensando qué decir. Siempre se queda repitiendo y ensalzando todo, para él la elocuencia es un arma de dos filos, y si no de tres, que sólo busca herir y domar al final.
- Te extraño.
Cómo lo conozco, ahí está: lastimar y domar. Yo también lo extraño. No puedo caer en la reminiscencia de nuestros días que bien los sufrí y bien supe acabar con ellos.
Esa expresión en sus ojos otra vez, la misma con la que entró. Está recordando. No puedo dejar de lamentar haberlo dejado así, pero en parte quería. Porque ambos buscamos que yo bajara al infierno hundiéndome en los mares de melancolía y tortura que eran los días para los dos.
Me hundí Virginialmente sólo en mi cabeza, pero el espectáculo que el vio no fue un descenso tierno y abnegado, fue mi cuerpo que se mecía hipnotizado y estéril.